lunes, 23 de noviembre de 2015

Recuérdame cuando camines

Recuérdame cuando camines
Y te pares y le pares
Y acaso él supondrá tu pensamiento
Una mentira de vergüenza
Regalado un suspiro al viento.

Recuérdame cuando tengas café entre las manos
Y te queme la rebeldía
Y cuando entre tus dedos resbale
La sed codiciosa
La amargura temblorosa
De un despertar sin bailes

Recuérdate, triste y enrojecida
Pasabas desapercibida
No sin antes otear el horizonte

Que tus ojos dibujaban
Que tus labios deslucían y robaban.

Recuérdate cuando calle la fuerza de las mareas
Cuando no oigas mis silbidos
Y te preguntes dónde estabas
Y te preguntes a dónde me había ido
Después de tanto tiempo.

Recuérdanos, profanos y niños
No muy lejos
No tan cerca como creímos.

Pero sobre todo, recuérdame
Por eso que pudo haber sido
Por las ánimas en otoño
Por tu rímel resplandecido
Por tu mirada y mi desvío

Recuérdanos

Como dos tristes en el río.

martes, 27 de enero de 2015

Seamos sinceros.

Es sorprendente el cacao mental que vive la política occidental. Y no sólo sus políticos, carentes de un discurso contundente, sino de los ciudadanos cuyas aspiraciones se limitan a las habladurías de gentes no más sabias que ellos. Discursos como el de Syriza de Tsipras o el de Podemos de Pablo Iglesias han cambiado mucho desde su concepción y con su maduración. ¿Significa esto que sus líderes han variado su ideología al haber moderado fuertemente su mensaje?

La respuesta es que no han tenido más remedio que hacerlo. Tanto el neo-liberalismo como el comunismo libertario viven ajenos a la época de la globalización que nos ha tocado vivir. Las medidas de desregulación económicas de los 70, junto con la caída del bloque soviético, han suprimido el alineamiento. No hay potencias a las que sumarse ni apoyar, por lo que todos nos encontramos remando "en la misma dirección". Y las bases impuestas por unos Estados Unidos en la cúspide de su hegemonía histórica han de ser aceptadas por todos.

Pero, enfocándonos en este momento desde el punto de vista del ciudadano europeo, o del español, ¿qué podemos pedirles a nuestros gobernantes? Organizaciones supranacionales como la Unión Europea, y sobretodo los casos sangrantes del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, han existido supeditadas a los intereses capitalistas desde su concepción. Esto se traduce en el incondicional apoyo a los regímenes derechistas, a la financiación contrarrevolucionaria, al desvío de fondos en beneficio de organizaciones criminales (casos como el de Manuel Noriega, o de numerosos países de Centroamérica)... En definitiva, organismos que siempre se han opuesto a todo atisbo posible de cambio político. No hay más que ver cómo en Europa, sobretodo por tierras germánicas, están literalmente soltando rayos por la boca con el triunfo de Tsipras. ¿Hay razones para ello?

Tampoco veo tantas. Hoy en día, todo organismo que esté inmiscuido en una organización internacional sabe que su bienestar depende buenamente de ello. Se ha difuminado la línea entre lo ética y lo políticamente correcto. En efecto, como español me avergüenza pertenecer a un aparato gubernamental que financia las tropas ucranianas en esa guerra civil, por ejemplo. Pero lo he comentado anteriormente. La globalización tiene como efecto directo que hoy en día una autarquía sea inviable. Y no valen ejemplos como el de Corea del Norte, cuya sociedad posee características completamente diferentes a cualquier estado europeo (y, aún así, recibe sendas inversiones extranjeras).

¿A dónde quiero llegar? A que medidas como la salida del €, de la Unión Europea, de la OTAN y de toda esa amalgama de organizaciones no sólo son inviables, sino imposibles. No puede aplicarse un modelo de estado autárquico en un mundo tan asentado en el mercado y la cooperación internacional. Sin ir más lejos, más del 90% de las infraestructuras con las que cuenta nuestro país han salido de un fondo de inversión europeo, y existe algo llamado derecho internacional que ciertos grupos no pueden pasarse así como así por el forro. De hecho, y a pesar de ser un viejo resquicio de la Guerra Fría, la salida de la OTAN dejaría a España en pañales frente a Marruecos y los países árabes. Quizá esta sea una de las realidades que el ciudadano medio pase mucho por alto al pedir la independencia militar.

Es triste esta situación, de hecho desearía que España, Grecia y una larga lista de estados oprimidos internacionalmente pudiesen tan siquiera optar a su soberanía. Al elegir cómo quieren hacer las cosas y en qué organizaciones no quieren participar. Como español, no quiero a la OTAN, no quiero a la Unión Europea y tampoco quiero una moneda administrada por bancos alemanes. Pero, y a pesar del carácter trágico que vive incluso así nuestro país, no querría que se nos condenase a la inmundicia absolutas. Y el ir en contra de una globalización forzosa podría desembocar en una ruina sin precedentes.


P.D: He escrito este artículo basándome en las argumentaciones de numerosos grupos de extrema izquierda y extrema derecha, cuyas bases ideológicas les impulsan a hacer un modelo de estado propio de otra época. Igual que sería impensable hoy en día volver al feudalismo de la Edad Media, las sociedades colectivizadas son también de otro siglo, de otro tiempo. Por ello hay que aplicar las medidas pertinentes y responsables al período histórico que nos ha tocado vivir.

De hecho, el propio Marx decía que sus tesis debían aplicarse en base a la historia, cultura y sociedad de un país, y no ser un movimiento uniforme. Eso explica la enorme heterogeneidad y cúmulo de pensamientos que derivaron del suyo propio del siglo XIX. Hay que saber lo que se pide, y quién está en una disposición más favorable para conseguirlo. 

lunes, 17 de noviembre de 2014

Piedras de Octubre...

De nuevo aquella deprimente ambigüedad que desprenden los viajes en tren. Esa triste melodía en forma de llanto de quienes tienen miedo de irse, quienes reniegan del aciago destino que les deparará fuera, lejos de donde quieren quedarse. Por otro lado, el inequívoco brillo con sabor ansioso de aquellos con ganas de empezar de cero, de marcharse y no volver, de seguir ese impulso irremediable de cometer una locura. No sé si lo mío es o no realmente una locura, pero allí estaba, con un billete ya en mi mano y ninguna maleta en la otra. No necesitaba ropa allá a donde quería ir, tan solo me bastaban mis piernas y la memoria suficientemente ágil como para identificar el lugar adecuado y no perderme. Pero esa es una historia de la que hablaremos más tarde, primero permítanme presentarme.
Me llamo Juan, tengo veintiocho años y estoy hasta los cojones. No me malinterpretéis, no es un “hasta los cojones” dicho con enfado o rabia, es un “hasta los cojones” de pura resignación, de la calma que lo imposible provoca en quienes no tienen fuerzas para intentar nada. Ese era mi caso, mi indignación se traducía en desgana, en indiferencia ante la adversidad. Las situaciones que en la gente de alrededor mía provocaban ira, rechazo y deseos de rebelión… En mí apenas conseguían reforzar esa coraza contra todo tipo de hostilidad. Aun con eso, ¿por qué me iba a privar de hacer uso del término que tan comúnmente es usado por mis congéneres? Quizás así podría empezar a tener algo en común con el mundo que me rodeaba, hecho que no sucedía desde que en la guardería era quien todavía de comportarme de un modo más o menos social con las personas.
Vivía en una pequeña casa a las afueras de una ciudad que nunca salía en las noticias. Ya saben ustedes, esas villas que se dan a conocer al resto del país efusivamente una vez cada varios meses para protagonizar una tragedia. Aún recuerdo cuando televisiones, periódicos y radios de todas partes de España vinieron a narrar lo que le había pasado a mamá aquella madrugada de octubre. Cuanta mayor cantidad de detalles en sus crónicas, mejor. En aquel entonces yo apenas tenía siete años, incapaz de lidiar con ese tipo de problemas que los niños avispados prefieren no entender, dejando todo en manos de mis hermanas y librándome de toda carga moral. María e Irene, diez años mayores que yo, eran mis dos hermanas gemelas, fruto de una relación anterior de mi madre cuya finalidad o resultado a día de hoy desconozco. Después de aquel día, ellas tomaron las riendas de la casa, se ocuparon del dinero que entraba y salía y tenían todo bajo su control. Mamá no volvió a ser la misma de antes, nunca volvió a llamarme para tomar la cena ni tampoco me volvió a leer un cuento posada al pie de la cama. Se pasaba las horas del día y de la noche con la mirada perdida frente al televisor, ausente de la realidad y de lo que la rodeaba, sin hablar de nada con nadie y recibiendo visitas periódicas de psicoanalistas y matasanos varios que retroalimentaban su delirio. Pero claro, yo ese tipo de detalles prefiero omitirlos, al fin y al cabo me hacía pasar en todo momento por un niño estúpido e inocente. Todo, como siempre, para librarme de cargar con cualquier culpa que fuese a causarme una molestia.
De este modo, mis dos queridísimas hermanas pasaron a ocuparse también de mi educación. A raíz del trágico suceso de aquel otoño, ninguna de las dos volvió a ser la misma tampoco. Siempre, y permítanme el paréntesis en la narración, habían sido un tanto estúpidas, muy caprichosas y competitivas la una con la otra. Sin embargo, parece que la enfermedad de nuestra señora madre las había unido, las había hecho conectar de un modo que yo nunca antes había visto. Se afiliaron a multitud de organizaciones de ideologías un tanto… Qué sé yo, califiquémoslas como “raras”. Y digo raras porque comenzaron a llenar la casa de propaganda, posters y demás que yo no era quien de entender. Me educaron bajo la premisa de que, como animal con testículos colgantes que soy, era una escoria, un rufián, un desecho y demás adjetivos calificativos que es mejor que se imaginen ustedes mismos. Era hasta cierto punto violenta aquella situación, ellas chillándome por tener pene mientras a mi madre se le caía un hilillo de saliva transparente por la barbilla viendo el recién estrenado programa de Jordi Hurtado.
Comencé a vivir en una situación de permanente esperpento en aquella vieja casa. María, la más radical dentro de la radicalidad de mis hermanas, ingresó en prisión cuando yo empezaba el Bachillerato. Debido a sus más que flirteos con la sádica pirotecnia, nuestra ciudad volvió a ejercer de protagonista en todos los medios nacionales y hasta en la BBC, una constante que se repitió durante varias semanas en los programas de tertulias políticas de los canales de pago. No volví a verla ni a saber de ella, pero el dinero generado por la multitud de entrevistas que me hicieron por aquel entonces, mostrándome como la pobre víctima familiar y maltratada por la terrorista, así como el poder independizarme al año siguiente con un buen fajo de billetes lejos de aquella casa, hizo valer la pena la condena de más de mil años de mi hermanita. Por su parte, Irene decidió irse con lo puesto a Latinoamérica, qué sé yo a dónde exactamente. Alguna que otra vez me escribió, creo que inclusive esperando respuesta, justificando y excusándose por aquella década en la que llegué a odiar cada centímetro cuadrado de mi entrepierna, que ya me dirán ustedes qué culpa tuvo. Siempre me responsabilizaron del estado de mamá, de sus babeos y su perpetua ausencia, así que no me iba a compadecer de ellas, al igual que ellas no se compadecieron de mí. Incapaz de ver a esa vieja e inválida señora como mi progenitora con el paso de los años, intenté moverme un poco esos meses de entrevistas, radios y focos para encontrar un sitio donde la cuidasen. Pero, como ya se habrán podido imaginar, la desazón que en mi persona provocaban los rechazos de distintos familiares y las elevadas facturas de los asilos me hicieron desfallecer en mis intenciones. Le dejé la televisión puesta y cerré tras de mí por última vez aquel portal de hierro. A veces me pregunto cuanto habrá podido sobrevivir la anciana, sola y sin que nadie esté velando por sus limitados intereses en aquel tugurio.
En poco más de un año todos mis problemas habían desaparecido por completo. Dejé los estudios en su tramo final para irme a vivir a la capital, a Madrid, a esa metrópolis que en mi ciudad tanto reverenciaba y envidiaba la muchedumbre. Y se preguntarán ustedes… ¿Qué haría un crío de dieciocho años, solo y con mucho, muchísimo dinero en los bolsillos en aquella urbe? Pues gastarlo. Gasté y gasté sin control. Bueno, en realidad sí, con el control suficiente como para que, en cuanto notase el mínimo resentimiento mi hondo bolsillo, pudiera inventarme una nueva fábula de mi ampliamente conocida hermana mayor. No sé, algo así como que me tocaba a menudo, que era una perturbada, que me hacía comer cosas un tanto pintorescas a la fuerza... Cualquier cosa valía, la prensa estaba sedienta de ese tipo de mentiras, frotándose las manos cuanto más morbosas fueran. Qué más me daba a mí. Tenía el dinero y podía gastarlo, eso era lo importante.
Así pasaron poco a poco los años más entretenidos de toda mi vida. Los primeros meses tras mi llegada a la capital fueron bastante turbulentos, despertándome más veces en la cama del hospital, conectado a un suero y oliendo a gasolina por la boca, que entre las sábanas de mi cama (si es que llegué a comprar sábanas, ahora mismo no estoy muy seguro de ello). No piensen que era un inconsciente, un niñato sin visión de futuro, uno de esos típicos hijos de famosos que son una bala perdida. Eso apenas duró las primeras semanas, créanme.
Estaba en el Wall Street del narcotráfico, del ancestral negocio de la distribución de sustancias censuradas por quienes más las consumen, de lo que a día de hoy más mueve al mundo. Yo no era el típico yonqui incapaz de sumar dos más dos, ni tampoco el camello más codiciado por la policía internacional. Estaba en ese perfecto término medio como para controlar a los más imbéciles de Vallecas y no hacerme notar a ojos de los más peligrosos, aquellos con grandes chalés adosados por la Sierra. Yo era ese medio, esa herramienta necesaria para que una transacción funcionase, para que todos recibiesen su correspondiente dosis de felicidad en polvo. De todos modos, uno no puede tener el control en sí mismo como sí lo tiene en el dinero, y, de repente y sin avisar, como si de un relámpago homicida se tratase, caí fulminado por un sentimiento cercano al amor.
Era una de las personas más bellas e inteligentes que había conocido nunca. Se antoja complicado describirla en términos prosaicos, pues su dulzura, la delicadeza con la que ejecutaba sus movimientos, la electricidad que desprendían sus miradas… Eran poesía, lírica personificada. Aun así su atractivo iba más, mucho más allá de los límites de la anatomía humana. Era su manera de ver el mundo, su interpretación de la realidad, su manera de proceder y actuar lo que más me enamoraron o que más me obsesionaron de ella desde el primer día que la vi. Sin embargo, la efervescente ansia con la que me ayudó estos últimos años, triplicando las ventas del negocio y extremando muchas de las precauciones que yo no tomaba; acabó con ella, con sus sueños y, en última instancia, conmigo también. Quién sabe qué fue, si una raya de más o una de menos, si la perturbadora mezcla de alcohol con algún medicamento para la depresión, o si simplemente estaba harta de todo y de todos. Nunca lo sabré porque nunca me molesté en saberlo, al igual que mi indecisión y mis temores infundados impidieron expresarle en todos esos meses lo que sentía por ella. No sé si fue arrepentimiento, rabia o vergüenza ajena lo que viví en el tanatorio durante el día de ayer. Prefiero concluir con que simplemente estoy “hasta los cojones”.
Tras una larga demora de más de media hora, por fin salió el tren. Quizás fuese el único pasajero con la mente en blanco cuando comenzó a recorrer las vías, dejando los cuatro rascacielos de la capital abandonados en el horizonte. Los paisajes se sucedían uno tras otro, la lluvia del ocaso otoñal golpeaba con furia contra la ventana y yo no era capaz de dormir. Para qué hacerlo, para qué cerrar los ojos perdiéndome las ondulaciones de las colinas y la bella monotonía de las llanuras, para qué soñar cuando mi mente sólo revive pesadillas. En esas dos horas de viaje, y tras llevar varios años sin hacerlo, volví a pensar en mamá y en mis hermanas.
A mi llegada el cielo había quedado huérfano de nubes y ya salía el sol. El olor a tierra mojada, las hojas caídas que inundaban la orilla, la armoniosa soledad de aquel lago en otoño. Toda mi niñez la había pasado allí, en ese triste puerto abandonado de agua dulce, refugiándome de mis compañeros de clase y de mis hermanas, del mundo y sus tribulaciones, de la triste moral e hipocresía que sin éxito intentaban infundirme personas que desconocía. Era libre al fin, había sobrevivido veintiocho años de mi vida y había pasado otros veintiocho sin vivir absolutamente nada. Muerto en vida como se suele decir, o, por el contrario, viviendo de un modo mucho más honesto que cualquiera de las personas que se autodenominaban felices.
Ahora ella ya no estaba y todo para mí se había acabado. Aquella muchacha realmente reinventó una esperanza que creí haber perdido a los siete años, aquello que me hacía pensar que eso que llamaban vida no era tan mal invento como parecía, aquello que veía caer al vacío, perdido entre los ojos inexpresivos de mi madre. Encendí el último cigarro del paquete bajo la sombra alargada del ciprés, y, mientras las colillas se vaciaban en el agua, mi mente no paraba de recrear todos y cada uno de los versos con los que aquella chica había decorado las paredes de nuestro apartamento de Gran Vía. Había una estrofa particular, de Pablo Neruda, su favorito, que se reproducía una, y otra, y otra vez en mi cabeza:
            Me gusta cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.
Cesé en mi empeño de volver a recordar su rostro una vez más. Entre los cipreses creí escuchar su voz susurrada por el viento, pero no llegué a entender lo que decía. De nuevo el cielo se pobló y parecía que iba a llegar una tormenta, aunque de vez en cuando el sol se dejaba ver por una tenue rendija, como animándome a seguir adelante, a no fallar, a no fracasar una vez más en mi tortuosa vida.
Llené los bolsillos de mi cazadora con las piedras grises más hermosas que encontré por la orilla. Recuerdo pasar largas horas buscando la atención de los peces que por aquellos días aún habitaban las calmadas aguas del lago, tirando una piedra tras otra, divirtiéndome y riendo a carcajadas cada vez que salía salpicado en mis intentos. Esta vez era diferente. Esas piedras que sustituyeron tantos años a los juguetes de los niños, que fueron incluso mis confidentes, mis amigas y mis compañeras, me acompañarían tras tantos años de mutuo y acordado abandono.
El cielo abrió sus faldas al atardecer, escupiendo colores rojizos, anaranjados y amarillos sobre el valle, y comprendí que no había que alargar más el instante. La gélida corriente estática del lago penetró cada poro de mi piel, haciéndome sentir arropado, seguro, como si de nuevo alguien abriese sus brazos para recibirme, para agradecer mi existencia, para prometerme que no tenía nada de lo que preocuparme. Me sentí aliviado. Quién sabe lo que pasaría después, cuando el pesado abrazo terminase de aplastarme bajo sus etéreas manos. 
Abrí los ojos resistiendo el ímpetu de gritar y miré al cielo, observando ese último rayo de luz rojiza que se posó sobre mi cuerpo, sobre mi rostro, y volví a recordarla. Volví a recordar a esa chica que llenó mis paredes de sus versos y mi armario de su ropa. Aquella persona que me quiso y me ayudó a no perderme. A no caerme. A no ahogarme.
Comprendí entonces que la vida no es sólo una lucha por sobrevivir. Que es también saber volver, y, sobretodo, saber coger el tren de ida oportuno. Aquella droga con la que no se podían hacer negocios había recorrido y poblado mi mente más rápido que ninguna otra. Sonreí. Estaba listo para vivir. 




jueves, 28 de noviembre de 2013

Fiel al pasotismo nacional.

Es algo cotidiano, de echar un vistazo a nuestro alrededor. Hoy en día en España la sociedad no parece moverse ni comportarse de manera lógica. Mucha gente me ha tachado de pasota, de vivir acomodado y sin querer actuar. He aquí mi explicación, el porqué de la inevitable indiferencia que siento hacia todo lo que le pase a la nación que me ha visto crecer.

Vivimos en un país cuya crisis es mucho anterior a los tiempos de Zapatero e incluso Franco. La primera constitución estable y de más larga duración, la del año 1873, fue construida en base a un sistema de fraude electoral y de turnismo, ampliamente conocido por la sociedad de aquel tiempo. Cuando se estableció un gobierno democrático de verdad, la II República, militares autodenominados nacionales actuaron en consecuencia de sus egoístas disconformidades, sin importarles el polvo que levantasen sus acciones. Una guerra de tres años que lo destruyó todo. Muchas mentes brillantes se condenaron a desaparecer sin dejar rastro. A día de hoy se sigue queriendo defender que la Guerra Civil acabó en abril de 1939, cuando aún hay familias pendientes de enterrar a sus abuelos y a sus tíos. Y mientras este tipo de terrorismo encubierto continúa, en la Moncloa gente que afirma estar representando a la ciudadanía se pelea por tener un mejor coche oficial. Esperpéntico.

Un país donde los sindicatos a favor del obrero están descentralizados y encubren irregularidades salariales. Donde existe una izquierda fragmentada en mil y una variantes que lucha por su supremacía en favor del fascismo unitario. Jóvenes que afirman defender una hoz y un martillo quemando el casco urbano en una manifestación por la educación, cuyos desperfectos serán pagados con dinero público. Violadores saliendo victoriosos de las cárceles ante la atónita y terrorífica mirada de sus víctimas. Terroristas, que no presos políticos, condenados a más de mil años de cárcel por asesinar a una veintena de inocentes, siendo recibidos como héroes en sus localidades. Bancos que desahucian y no olvidan deudas. Ricos que no dejan de ser más ricos y pobres que se resignan a la muerte por hipotermia en invierno. Un porcentaje de niños que pasan hambre impropio de un país desenvuelto. Pero bueno, muchos pensarán que al menos nos queda la selección de fútbol, ¿no?

Son demasiadas cosas las que me hacen desentenderme de cualquier revolución. ¿Qué hay que revolucionar? Todo. Todo el funcionamiento de un país desde sus cimientos más antiguos. Y el ser humano se mueve más por interés que por espíritu revolucionario. Siempre habrá aquel que quiera liderar los actos del resto. Y una democracia es aquella sociedad donde tiene la misma voz un mendigo que un banquero. ¿Vivimos pues en una sociedad democrática?

En conclusión, me es imposible mover un dedo por quienes me hacen rebatir la idea de que el ser humano es un animal racional. Demasiadas irracionalidades emprendidas en los últimos siglos. ¿Que alguien quiere partirse la cara por la rojigualda? Que lo haga, está en su derecho constitucional. Quizás la actualidad política hace que me invada un pensamiento anarquista agudo, pero realmente son así las cosas. No añoraré este himno y esta bandera en el futuro cuando haga las maletas para siempre. No lo merece.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Sobre el sentimiento patriótico actual.

Mucho se ha hablado últimamente del sentimiento patriótico. De una España grande, libre y soberana, así como del país de la vergüenza, la corrupción y el atraso. Tras las manifestaciones a favor y en contra de dicho sentimiento el pasado 12 de octubre en nuestro país, veo casi como una obligación moral el pronunciarme al respecto de un tema que mucha gente toma a la ligera, tanto los partidarios de que España es la nación más grande de la historia como de aquellos que sólo pueden bajar la frente debido al sentimiento de vergüenza ajena que este tipo de actos provoca en sus cuerpos.

Yo, y lo dejo bien claro desde estas primeras líneas, no me he sentido nunca orgulloso de mi nacionalidad española. No soy capaz de sentirme identificado al ver nuestra bandera rojigualda. Es posible que esto se deba a que soy gallego y que el pestazo a grandiosidad castellana me queda un poco a desmano. Pero da lo mismo. Echemos un vistazo a nuestra historia más reciente, y con esto me remito a nuestros últimos 2 siglos como nación. Hemos sido, junto con el resto de países mediterráneos de Europa, el perfecto sinónimo de atraso a todos los niveles, tanto social, político como económico. Cuando los franceses allá por comienzos del siglo XIX entraron por la fuerza en nuestro territorio, sin más afán que el de la expansión de las ideas liberales (aunque con cierto toque de imperialismo descafeinado), el pueblo español se puso en pie y los expulsó al grito jubiloso de “¡Qué vivan las cadenas!”. Las cadenas de la opresión, del absolutismo, de la Inquisición y las cadenas que, en definitiva, conllevaba el ser español. Queríamos que todo lo que nos hacía ser un pueblo retrógrado perdurase por y para siempre.

Uno se para a pensar qué hubiese sido de España como país de haber seguido las ideas de la revolución y prefiere mirar a otro lado. Décadas de constituciones fallidas, de no aceptar la evolución que toda civilización y sociedad deben experimentar por naturaleza a lo largo de los tiempos. Mientras por las islas del norte comenzaban a dar sus primeros pasos en la revolución industrial, nosotros seguíamos peleándonos entre nosotros en las guerras carlistas, nunca sin renunciar a la figura monárquica sin la que parece no somos capaces de vivir. Y así fueron pasando las décadas, con el paréntesis de la nostálgica República, que si bien no era perfecta, fue el único intento progresista de peso hasta la Constitución de 1978.

Los argumentos de la gente que se autodenomina patriótica tampoco invitan a formar parte de ese grupo. Evadiéndose continuamente hacia la España imperialista, “donde nunca se pone el sol”, su base de estado sigue siendo Dios todopoderoso y un sentimiento de repulsión hacia todo lo que tenga que ver con la inmigración, la homosexualidad y sus manifestaciones públicas, el aborto. Odio hacia cualquier tipo de sentimiento independentista dentro de España, y, por supuesto,  hacia el comunismo que de manera tan triste comparan con el nacional socialismo en su aspecto práctico. Decidme, por favor, si ser patriótico a día de hoy merece la pena asimilando unas bases intelectuales tan limitadas, en las que no cabe lugar para el progresismo.


En conclusión, la memoria histórica es pretexto suficiente para no llorar de emoción cuando oigamos nuestro himno sonar. No caigamos tampoco en el juego de “yo me siento igual de orgulloso de ser español que un inglés de ser inglés”, porque la sola historia de uno y otro país va a quitarnos la razón. España actualmente se encuentra dividida, no sólo entre la izquierda y derecha menos colaborativas de Europa, sino también entre sus gentes, que por odio y cicatrices mal cerradas de la Guerra Civil no parece que se vayan a reconciliar nunca a este ritmo. Y veremos si esta ausencia de unificación ciudadana traerá consecuencias en el futuro. 

miércoles, 29 de mayo de 2013

Sobre Antonio María Rouco Varela.

Dicen que una imagen vale más que mil palabras...
El "señor" cardenal de la Iglesia Católica, presidente del arzobispado de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal Española, Rouco Varela, se caracteriza por ser, a día de hoy, uno de los personajes de la iglesia más representativos en el ámbito mediático nacional, ocupando más portadas y más páginas en los periódicos y titulares en los informativos que el mismísimo Papa Benedicto XVI en todo su mandato. Se trata de un hombre que sabe elegir con inteligencia qué aspecto de la sociedad más débil atacar, siempre con el mismo objetivo en mente que, naturalmente, cumple cada vez que abre la boca: Hacer que, mediante la molestia mediática, la iglesia, para bien o para mal, esté en boca de toda la población española y ocupe un lugar en la actualidad.

Es imposible concebir una semana en la cual éste risueño anciano (la foto lo dice todo...) suelte alguna de esas perlitas a la prensa tan entrañables y divertidas. La primera de todas, quizás la primera noticia en mi vida que me ha provocado un ataque de risa sarcástica, es su firme afirmación de que él, al igual que todos los obispos con su mismo cargo, cobra una cantidad de 1.160 euros al mes. La primera razón de mi sorpresa vino por su serena reacción al revelarlo, algo así como "bastante poco cobramos con lo que hacemos, ¡por favor!". Y segundo, no creo que con ese salario el obispo de mi humilde barrio pague su chalet en el monte y sus tres coches deportivos. Una de dos, o lo hace muy bien y por ello la gente subvenciona sus lujos, o algo en esta particular historia no encaja...

Rouco Varela, aún con todas sus polémicas afirmaciones, ha declarado a los cuatro vientos lo que parece, de funcionar su teoría, la vía más rápida, sencilla y definitiva para superar la profunda crisis socioeconómica mundial: La conversión al catolicismo. ¡A ningún economista, político o presidente se le ha ocurrido jamás semejante solución! ¡Tan fácil como ir a la iglesia y rezar dos padrenuestros antes de acostarnos! Qué necios hemos sido todos...

Este tipo de "booms" mediáticos, sumados a su búsqueda y captura de jóvenes exorcistas a media jornada, su deseo de colocar a la religión a la altura de las matemáticas en la educación, o su afirmación de que la Iglesia no está sostenida por el Estado ( que la subvenciona con más de 13.000 millones de euros anuales ), no persiguen más que copar portadas, polarizar a la población española para bien y para mal, y, el más importante, colocar a la Iglesia al mismo nivel que los otros estamentos de la sociedad.

Mi madre siempre me decía que los niños que se metían conmigo en el colegio, cuanto más caso les hiciera, más seguirían haciéndolo, y con mayor frecuencia. Es así. La molestia se ve estimulada de este modo por un proceso de retroalimentación negativa, que estimula la realización de dicha molestia. Cuanto más caso le hagamos, más hablemos, más nos quejemos y más odiemos al señor Rouco Varela, más hablará, más poder obtendrá la iglesia y más dinero se llevará a costas de esta molestia, tanto él como su institución. ¿La estrategia a seguir? Que siga. Que hable, que continúe proclamando sus barbaridades. 

Él es un Don Nadie que usa como chivo expiatorio a la Iglesia para ganar ese poder mediático que tanto anhela. El primer y único paso para impedirlo es ignorarlo. Tratarlo como a un anciano que, a causa de la edad, efectivamente ha perdido un poco el juicio. Su caso tiene nombre, y se denomina demencia senil, acompañada de la mano con un infantil deseo de "llamar la atención", como si de un crío de primaria se tratase.

Simplemente, "a palabras necias oídos sordos", señor Varela.




viernes, 17 de mayo de 2013

Sobre la insuficiente capacidad mental de nuestro querido Ministro de Educación.

En mis diecisiete años de vida siempre me he hecho la misma pregunta: Cuando esa gente mayor, cascarrabias y continuamente enfadada, no hace más que lamentarse de la mala educación y falta de civismo de las nuevas generaciones, yo me digo: ¿Es que no han sido jóvenes ellos también?

Con ello no trato de justificar la cierta escasez de educación que un buen porcentaje de los adolescentes españoles tienen. Pero de lo que no me cabe la menor duda es que la educación que recibimos a diario hoy en día, en centros públicos y privados, supera con amplitud la recibida por nuestros mayores durante la dictadura fascista en términos de calidad. Me gustaría saber qué porcentaje de población española nacida en la década de los 50 para atrás conoce el significado de una frase en inglés tan elemental como: "How are you?"

No quiero infravalorar ni llamar estúpidos precisamente a esas personas, muchas de las cuales lucharon para salir de ese mismo sistema educativo obsoleto hacia el que llegó tras la transición y muchos años de ajustes. Por eso mismo, me sigue sorprendiendo que sigan existiendo personas con deseos incontrolables de volver a la época en la que no sabíamos ni una sola palabra en inglés.

Esta sorpresa puede convertirse en un temor y alarma social en caso de que el hombre encargado de la organización y gestión de la educación a nivel estatal sea una de esas personas. 

Señor José Ignacio Wert Ortega, ahora le lanzo a usted esa misma pregunta que al principio formulaba sobre nuestros mayores, pero algo adulterada: ¿Es que usted nunca ha sido estudiante también? ¿No se da cuenta de que está llevando al país hacia los límites de la analfabetización? Quizás esto último sea algo radical de más, pero en premisas de lo que usted propone como medidas de austeridad, no descarto que realmente llegue a convertirse en una realidad más temprano que tarde.

No sé qué punto de su fabulosa y fantástica Ley "LOMCE" puedo criticar primero. Que el estado gana cada vez más poder en cuanto a la elección de contenidos en la enseñanza ya prácticamente ni me molesta. Uno se ha acostumbrado tanto a que controlen su vida desde la Moncloa que lo último que le importa es que también adulteren su propia educación. Nos convertiremos de este modo en marionetas fascistas del estado, pero no nos pararemos siquiera a replanteárnoslo. 

De hecho, el estado mismo puede dormir tranquilo, pues nuestra atención es muy fácilmente distraída en la dirección que ellos mismos deseen: Expulsiones de concursantes de Gran Hermano por simpatizar con ETA, el último amante que ha pasado por la vida de la ex-socialista Olvido Hormigos... Y otros claros ejemplos de distracción social. 

Luego encontramos como supuestos estímulos de estudio las pruebas a cada nueva etapa no universitaria. Aquellos alumnos más torpes o simplemente nerviosos e inquietos se verán realmente sobrepasados por esta realidad. Todo su esfuerzo y trabajo a lo largo de los años de la Secundaria y el Bachillerato pueden venirse abajo por un simple e innecesario examen sin otra finalidad que la consolidación de los conocimientos ya adquiridos. A simple vista incluso no parece una medida tan estúpida. Sin embargo, cobra un significado diferente si analizamos que dichas pruebas las marca el Gobierno Central. Temblad de miedo, chicos. Sólo Dios sabe qué tipo de exámenes y pruebas maquina la perversa, infantil y cretina mente de nuestro todopoderoso Ministro de Educación.

Dejando a un lado su promesa tan cristiana de devolver a la asignatura de religión católica la presencia importante en los centros públicos, o de la eliminación de algo tan importante hoy en día como es la Educación para la Ciudadanía, concluyo con una de las medidas que más destructivas y contraproducentes trae consigo esta nueva Ley.

Soy el primero que sufre la sobre-población masiva en las aulas, y puedo dar constancia de que es lo peor que existe para el alumno que precise de ayudas. A esto le podríamos sumar que dicha sobre-población está constituida por una gran mayoría de alumnos desinteresados, que distraen más la atención del profesor en ellos y restan su vigilancia a los que sí que están ahí luchando por su futuro. Esta afirmación puede no ser cierta en algunos casos, sobretodo en caso de centros privados, pero yo sí que puedo dar personalmente fe de ello. Treinta y tres personas en clase son un auténtico agobio, no quiero ni imaginar un patiburrillo de más de treinta y siete. En fin, un auténtico desmadre, un caos que traerá consigo la renuncia de las personas más interesadas en el aprendizaje, así como la pérdida de su autoestima y esperanzas de futuro en los casos más radicales. 

Se creerá usted a estas alturas un auténtico héroe, señor Wert. Y lo es. Lo es ante los ojos de los miembros de sindicatos fascistas españoles, que por cierto son los únicos sindicatos de este tipo subvencionados por el gobierno en toda Europa. De vergüenza. Al igual que el futuro al que usted y sus otros colegas ministros, destacando a la Ministra de Sanidad entre otras, nos quieren llevar a los españoles. Sin embargo, aquellos que sí tengan el capital necesario para costearse su propia educación y sanidad personalizadas no notarán las diferencias. Y, de este modo, construir un país donde solo un pequeño porcentaje tienen derecho a ser felices y a disfrutar del bienestar. Y los demás, mientras tanto, nos seguiremos comiendo la mierda que sus acciones dejan como un reguero por el suelo.