De nuevo aquella deprimente
ambigüedad que desprenden los viajes en tren. Esa triste melodía en forma de
llanto de quienes tienen miedo de irse, quienes reniegan del aciago destino que
les deparará fuera, lejos de donde quieren quedarse. Por otro lado, el
inequívoco brillo con sabor ansioso de aquellos con ganas de empezar de cero,
de marcharse y no volver, de seguir ese impulso irremediable de cometer una
locura. No sé si lo mío es o no realmente una locura, pero allí estaba, con un billete
ya en mi mano y ninguna maleta en la otra. No necesitaba ropa allá a donde
quería ir, tan solo me bastaban mis piernas y la memoria suficientemente ágil
como para identificar el lugar adecuado y no perderme. Pero esa es una historia
de la que hablaremos más tarde, primero permítanme presentarme.
Me llamo Juan, tengo veintiocho
años y estoy hasta los cojones. No me malinterpretéis, no es un “hasta los
cojones” dicho con enfado o rabia, es un “hasta los cojones” de pura
resignación, de la calma que lo imposible provoca en quienes no tienen fuerzas
para intentar nada. Ese era mi caso, mi indignación se traducía en desgana, en
indiferencia ante la adversidad. Las situaciones que en la gente de alrededor
mía provocaban ira, rechazo y deseos de rebelión… En mí apenas conseguían
reforzar esa coraza contra todo tipo de hostilidad. Aun con eso, ¿por qué me
iba a privar de hacer uso del término que tan comúnmente es usado por mis
congéneres? Quizás así podría empezar a tener algo en común con el mundo que me
rodeaba, hecho que no sucedía desde que en la guardería era quien todavía de
comportarme de un modo más o menos social con las personas.
Vivía en una pequeña
casa a las afueras de una ciudad que nunca salía en las noticias. Ya saben
ustedes, esas villas que se dan a conocer al resto del país efusivamente una
vez cada varios meses para protagonizar una tragedia. Aún recuerdo cuando
televisiones, periódicos y radios de todas partes de España vinieron a narrar lo
que le había pasado a mamá aquella madrugada de octubre. Cuanta mayor cantidad de
detalles en sus crónicas, mejor. En aquel entonces yo apenas tenía siete años,
incapaz de lidiar con ese tipo de problemas que los niños avispados prefieren
no entender, dejando todo en manos de mis hermanas y librándome de toda carga moral.
María e Irene, diez años mayores que yo, eran mis dos hermanas gemelas, fruto
de una relación anterior de mi madre cuya finalidad o resultado a día de hoy
desconozco. Después de aquel día, ellas tomaron las riendas de la casa, se
ocuparon del dinero que entraba y salía y tenían todo bajo su control. Mamá no
volvió a ser la misma de antes, nunca volvió a llamarme para tomar la cena ni
tampoco me volvió a leer un cuento posada al pie de la cama. Se pasaba las
horas del día y de la noche con la mirada perdida frente al televisor, ausente
de la realidad y de lo que la rodeaba, sin hablar de nada con nadie y
recibiendo visitas periódicas de psicoanalistas y matasanos varios que
retroalimentaban su delirio. Pero claro, yo ese tipo de detalles prefiero omitirlos,
al fin y al cabo me hacía pasar en todo momento por un niño estúpido e inocente.
Todo, como siempre, para librarme de cargar con cualquier culpa que fuese a
causarme una molestia.
De este modo, mis dos
queridísimas hermanas pasaron a ocuparse también de mi educación. A raíz del
trágico suceso de aquel otoño, ninguna de las dos volvió a ser la misma tampoco.
Siempre, y permítanme el paréntesis en la narración, habían sido un tanto
estúpidas, muy caprichosas y competitivas la una con la otra. Sin embargo,
parece que la enfermedad de nuestra señora madre las había unido, las había
hecho conectar de un modo que yo nunca antes había visto. Se afiliaron a
multitud de organizaciones de ideologías un tanto… Qué sé yo, califiquémoslas
como “raras”. Y digo raras porque comenzaron a llenar la casa de propaganda,
posters y demás que yo no era quien de entender. Me educaron bajo la premisa de
que, como animal con testículos colgantes que soy, era una escoria, un rufián,
un desecho y demás adjetivos calificativos que es mejor que se imaginen ustedes
mismos. Era hasta cierto punto violenta aquella situación, ellas chillándome
por tener pene mientras a mi madre se le caía un hilillo de saliva transparente
por la barbilla viendo el recién estrenado programa de Jordi Hurtado.
Comencé a vivir en una
situación de permanente esperpento en aquella vieja casa. María, la más radical
dentro de la radicalidad de mis hermanas, ingresó en prisión cuando yo empezaba
el Bachillerato. Debido a sus más que flirteos con la sádica pirotecnia, nuestra
ciudad volvió a ejercer de protagonista en todos los medios nacionales y hasta
en la BBC, una constante que se repitió durante varias semanas en los programas
de tertulias políticas de los canales de pago. No volví a verla ni a saber de
ella, pero el dinero generado por la multitud de entrevistas que me hicieron
por aquel entonces, mostrándome como la pobre víctima familiar y maltratada por
la terrorista, así como el poder independizarme al año siguiente con un buen
fajo de billetes lejos de aquella casa, hizo valer la pena la condena de más de
mil años de mi hermanita. Por su parte, Irene decidió irse con lo puesto a
Latinoamérica, qué sé yo a dónde exactamente. Alguna que otra vez me escribió,
creo que inclusive esperando respuesta, justificando y excusándose por aquella
década en la que llegué a odiar cada centímetro cuadrado de mi entrepierna, que
ya me dirán ustedes qué culpa tuvo. Siempre me responsabilizaron del estado de
mamá, de sus babeos y su perpetua ausencia, así que no me iba a compadecer de
ellas, al igual que ellas no se compadecieron de mí. Incapaz de ver a esa vieja
e inválida señora como mi progenitora con el paso de los años, intenté moverme
un poco esos meses de entrevistas, radios y focos para encontrar un sitio donde
la cuidasen. Pero, como ya se habrán podido imaginar, la desazón que en mi
persona provocaban los rechazos de distintos familiares y las elevadas facturas
de los asilos me hicieron desfallecer en mis intenciones. Le dejé la televisión
puesta y cerré tras de mí por última vez aquel portal de hierro. A veces me
pregunto cuanto habrá podido sobrevivir la anciana, sola y sin que nadie esté
velando por sus limitados intereses en aquel tugurio.
En poco más de un año
todos mis problemas habían desaparecido por completo. Dejé los estudios en su
tramo final para irme a vivir a la capital, a Madrid, a esa metrópolis que en
mi ciudad tanto reverenciaba y envidiaba la muchedumbre. Y se preguntarán
ustedes… ¿Qué haría un crío de dieciocho años, solo y con mucho, muchísimo
dinero en los bolsillos en aquella urbe? Pues gastarlo. Gasté y gasté sin
control. Bueno, en realidad sí, con el control suficiente como para que, en
cuanto notase el mínimo resentimiento mi hondo bolsillo, pudiera inventarme una
nueva fábula de mi ampliamente conocida hermana mayor. No sé, algo así como que
me tocaba a menudo, que era una perturbada, que me hacía comer cosas un tanto pintorescas
a la fuerza... Cualquier cosa valía, la prensa estaba sedienta de ese tipo de
mentiras, frotándose las manos cuanto más morbosas fueran. Qué más me daba a
mí. Tenía el dinero y podía gastarlo, eso era lo importante.
Así pasaron poco a poco
los años más entretenidos de toda mi vida. Los primeros meses tras mi llegada a
la capital fueron bastante turbulentos, despertándome más veces en la cama del
hospital, conectado a un suero y oliendo a gasolina por la boca, que entre las
sábanas de mi cama (si es que llegué a comprar sábanas, ahora mismo no estoy
muy seguro de ello). No piensen que era un inconsciente, un niñato sin visión
de futuro, uno de esos típicos hijos de famosos que son una bala perdida. Eso
apenas duró las primeras semanas, créanme.
Estaba en el Wall Street
del narcotráfico, del ancestral negocio de la distribución de sustancias censuradas
por quienes más las consumen, de lo que a día de hoy más mueve al mundo. Yo no
era el típico yonqui incapaz de sumar dos más dos, ni tampoco el camello más codiciado
por la policía internacional. Estaba en ese perfecto término medio como para
controlar a los más imbéciles de Vallecas y no hacerme notar a ojos de los más
peligrosos, aquellos con grandes chalés adosados por la Sierra. Yo era ese
medio, esa herramienta necesaria para que una transacción funcionase, para que
todos recibiesen su correspondiente dosis de felicidad en polvo. De todos
modos, uno no puede tener el control en sí mismo como sí lo tiene en el dinero,
y, de repente y sin avisar, como si de un relámpago homicida se tratase, caí
fulminado por un sentimiento cercano al amor.
Era una de las personas
más bellas e inteligentes que había conocido nunca. Se antoja complicado
describirla en términos prosaicos, pues su dulzura, la delicadeza con la que
ejecutaba sus movimientos, la electricidad que desprendían sus miradas… Eran
poesía, lírica personificada. Aun así su atractivo iba más, mucho más allá de
los límites de la anatomía humana. Era su manera de ver el mundo, su
interpretación de la realidad, su manera de proceder y actuar lo que más me enamoraron
o que más me obsesionaron de ella desde el primer día que la vi. Sin embargo,
la efervescente ansia con la que me ayudó estos últimos años, triplicando las
ventas del negocio y extremando muchas de las precauciones que yo no tomaba;
acabó con ella, con sus sueños y, en última instancia, conmigo también. Quién
sabe qué fue, si una raya de más o una de menos, si la perturbadora mezcla de
alcohol con algún medicamento para la depresión, o si simplemente estaba harta
de todo y de todos. Nunca lo sabré porque nunca me molesté en saberlo, al igual
que mi indecisión y mis temores infundados impidieron expresarle en todos esos
meses lo que sentía por ella. No sé si fue arrepentimiento, rabia o vergüenza
ajena lo que viví en el tanatorio durante el día de ayer. Prefiero concluir con
que simplemente estoy “hasta los cojones”.
Tras una larga demora
de más de media hora, por fin salió el tren. Quizás fuese el único pasajero con
la mente en blanco cuando comenzó a recorrer las vías, dejando los cuatro
rascacielos de la capital abandonados en el horizonte. Los paisajes se sucedían
uno tras otro, la lluvia del ocaso otoñal golpeaba con furia contra la ventana
y yo no era capaz de dormir. Para qué hacerlo, para qué cerrar los ojos perdiéndome
las ondulaciones de las colinas y la bella monotonía de las llanuras, para qué
soñar cuando mi mente sólo revive pesadillas. En esas dos horas de viaje, y
tras llevar varios años sin hacerlo, volví a pensar en mamá y en mis hermanas.
A mi llegada el cielo
había quedado huérfano de nubes y ya salía el sol. El olor a tierra mojada, las
hojas caídas que inundaban la orilla, la armoniosa soledad de aquel lago en
otoño. Toda mi niñez la había pasado allí, en ese triste puerto abandonado de
agua dulce, refugiándome de mis compañeros de clase y de mis hermanas, del
mundo y sus tribulaciones, de la triste moral e hipocresía que sin éxito
intentaban infundirme personas que desconocía. Era libre al fin, había
sobrevivido veintiocho años de mi vida y había pasado otros veintiocho sin
vivir absolutamente nada. Muerto en vida como se suele decir, o, por el
contrario, viviendo de un modo mucho más honesto que cualquiera de las personas
que se autodenominaban felices.
Ahora ella ya no estaba
y todo para mí se había acabado. Aquella muchacha realmente reinventó una
esperanza que creí haber perdido a los siete años, aquello que me hacía pensar
que eso que llamaban vida no era tan mal invento como parecía, aquello que veía
caer al vacío, perdido entre los ojos inexpresivos de mi madre. Encendí el
último cigarro del paquete bajo la sombra alargada del ciprés, y, mientras las
colillas se vaciaban en el agua, mi mente no paraba de recrear todos y cada uno
de los versos con los que aquella chica había decorado las paredes de nuestro
apartamento de Gran Vía. Había una estrofa particular, de Pablo Neruda, su
favorito, que se reproducía una, y otra, y otra vez en mi cabeza:
Me
gusta cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si
hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa
bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no
sea cierto.
Cesé en mi empeño de volver
a recordar su rostro una vez más. Entre los cipreses creí escuchar su voz
susurrada por el viento, pero no llegué a entender lo que decía. De nuevo el
cielo se pobló y parecía que iba a llegar una tormenta, aunque de vez en cuando
el sol se dejaba ver por una tenue rendija, como animándome a seguir adelante,
a no fallar, a no fracasar una vez más en mi tortuosa vida.
Llené los bolsillos de
mi cazadora con las piedras grises más hermosas que encontré por la orilla.
Recuerdo pasar largas horas buscando la atención de los peces que por aquellos
días aún habitaban las calmadas aguas del lago, tirando una piedra tras otra,
divirtiéndome y riendo a carcajadas cada vez que salía salpicado en mis
intentos. Esta vez era diferente. Esas piedras que sustituyeron tantos años a
los juguetes de los niños, que fueron incluso mis confidentes, mis amigas y mis
compañeras, me acompañarían tras tantos años de mutuo y acordado abandono.
El cielo abrió sus
faldas al atardecer, escupiendo colores rojizos, anaranjados y amarillos sobre
el valle, y comprendí que no había que alargar más el instante. La gélida
corriente estática del lago penetró cada poro de mi piel, haciéndome sentir
arropado, seguro, como si de nuevo alguien abriese sus brazos para recibirme,
para agradecer mi existencia, para prometerme que no tenía nada de lo que
preocuparme. Me sentí aliviado. Quién sabe lo que pasaría después, cuando el
pesado abrazo terminase de aplastarme bajo sus etéreas manos.
Abrí los ojos
resistiendo el ímpetu de gritar y miré al cielo, observando ese último rayo de
luz rojiza que se posó sobre mi cuerpo, sobre mi rostro, y volví a recordarla.
Volví a recordar a esa chica que llenó mis paredes de sus versos y mi armario
de su ropa. Aquella persona que me quiso y me ayudó a no perderme. A no caerme.
A no ahogarme.
Comprendí entonces que
la vida no es sólo una lucha por sobrevivir. Que es también saber volver, y,
sobretodo, saber coger el tren de ida oportuno. Aquella droga con la que no se
podían hacer negocios había recorrido y poblado mi mente más rápido que ninguna
otra. Sonreí. Estaba listo para vivir.