Mucho se ha hablado últimamente del sentimiento patriótico. De
una España grande, libre y soberana, así como del país de la vergüenza, la
corrupción y el atraso. Tras las manifestaciones a favor y en contra de dicho
sentimiento el pasado 12 de octubre en nuestro país, veo casi como una
obligación moral el pronunciarme al respecto de un tema que mucha gente toma a
la ligera, tanto los partidarios de que España es la nación más grande de la
historia como de aquellos que sólo pueden bajar la frente debido al sentimiento
de vergüenza ajena que este tipo de actos provoca en sus cuerpos.
Yo, y lo dejo bien claro desde estas primeras líneas, no me
he sentido nunca orgulloso de mi nacionalidad española. No soy capaz de
sentirme identificado al ver nuestra bandera rojigualda. Es posible que esto se
deba a que soy gallego y que el pestazo a grandiosidad castellana me queda un
poco a desmano. Pero da lo mismo. Echemos un vistazo a nuestra historia más
reciente, y con esto me remito a nuestros últimos 2 siglos como nación. Hemos
sido, junto con el resto de países mediterráneos de Europa, el perfecto
sinónimo de atraso a todos los niveles, tanto social, político como económico.
Cuando los franceses allá por comienzos del siglo XIX entraron por la fuerza en
nuestro territorio, sin más afán que el de la expansión de las ideas liberales
(aunque con cierto toque de imperialismo descafeinado), el pueblo español se
puso en pie y los expulsó al grito jubiloso de “¡Qué vivan las cadenas!”. Las
cadenas de la opresión, del absolutismo, de la Inquisición y las cadenas que,
en definitiva, conllevaba el ser español. Queríamos que todo lo que nos hacía
ser un pueblo retrógrado perdurase por y para siempre.
Uno se para a pensar qué hubiese sido de España como país de
haber seguido las ideas de la revolución y prefiere mirar a otro lado. Décadas
de constituciones fallidas, de no aceptar la evolución que toda civilización y
sociedad deben experimentar por naturaleza a lo largo de los tiempos. Mientras
por las islas del norte comenzaban a dar sus primeros pasos en la revolución
industrial, nosotros seguíamos peleándonos entre nosotros en las guerras
carlistas, nunca sin renunciar a la figura monárquica sin la que parece no
somos capaces de vivir. Y así fueron pasando las décadas, con el paréntesis de
la nostálgica República, que si bien no era perfecta, fue el único intento
progresista de peso hasta la Constitución de 1978.
Los argumentos de la gente que se autodenomina patriótica
tampoco invitan a formar parte de ese grupo. Evadiéndose continuamente hacia la
España imperialista, “donde nunca se pone el sol”, su base de estado sigue
siendo Dios todopoderoso y un sentimiento de repulsión hacia todo lo que tenga
que ver con la inmigración, la homosexualidad y sus manifestaciones públicas,
el aborto. Odio hacia cualquier tipo de sentimiento independentista dentro de
España, y, por supuesto, hacia el
comunismo que de manera tan triste comparan con el nacional socialismo en su
aspecto práctico. Decidme, por favor, si ser patriótico a día de hoy merece la
pena asimilando unas bases intelectuales tan limitadas, en las que no cabe
lugar para el progresismo.
En conclusión, la memoria histórica es pretexto suficiente
para no llorar de emoción cuando oigamos nuestro himno sonar. No caigamos
tampoco en el juego de “yo me siento igual de orgulloso de ser español que un
inglés de ser inglés”, porque la sola historia de uno y otro país va a quitarnos
la razón. España actualmente se encuentra dividida, no sólo entre la izquierda
y derecha menos colaborativas de Europa, sino también entre sus gentes, que por
odio y cicatrices mal cerradas de la Guerra Civil no parece que se vayan a
reconciliar nunca a este ritmo. Y veremos si esta ausencia de unificación
ciudadana traerá consecuencias en el futuro.