lunes, 17 de noviembre de 2014

Piedras de Octubre...

De nuevo aquella deprimente ambigüedad que desprenden los viajes en tren. Esa triste melodía en forma de llanto de quienes tienen miedo de irse, quienes reniegan del aciago destino que les deparará fuera, lejos de donde quieren quedarse. Por otro lado, el inequívoco brillo con sabor ansioso de aquellos con ganas de empezar de cero, de marcharse y no volver, de seguir ese impulso irremediable de cometer una locura. No sé si lo mío es o no realmente una locura, pero allí estaba, con un billete ya en mi mano y ninguna maleta en la otra. No necesitaba ropa allá a donde quería ir, tan solo me bastaban mis piernas y la memoria suficientemente ágil como para identificar el lugar adecuado y no perderme. Pero esa es una historia de la que hablaremos más tarde, primero permítanme presentarme.
Me llamo Juan, tengo veintiocho años y estoy hasta los cojones. No me malinterpretéis, no es un “hasta los cojones” dicho con enfado o rabia, es un “hasta los cojones” de pura resignación, de la calma que lo imposible provoca en quienes no tienen fuerzas para intentar nada. Ese era mi caso, mi indignación se traducía en desgana, en indiferencia ante la adversidad. Las situaciones que en la gente de alrededor mía provocaban ira, rechazo y deseos de rebelión… En mí apenas conseguían reforzar esa coraza contra todo tipo de hostilidad. Aun con eso, ¿por qué me iba a privar de hacer uso del término que tan comúnmente es usado por mis congéneres? Quizás así podría empezar a tener algo en común con el mundo que me rodeaba, hecho que no sucedía desde que en la guardería era quien todavía de comportarme de un modo más o menos social con las personas.
Vivía en una pequeña casa a las afueras de una ciudad que nunca salía en las noticias. Ya saben ustedes, esas villas que se dan a conocer al resto del país efusivamente una vez cada varios meses para protagonizar una tragedia. Aún recuerdo cuando televisiones, periódicos y radios de todas partes de España vinieron a narrar lo que le había pasado a mamá aquella madrugada de octubre. Cuanta mayor cantidad de detalles en sus crónicas, mejor. En aquel entonces yo apenas tenía siete años, incapaz de lidiar con ese tipo de problemas que los niños avispados prefieren no entender, dejando todo en manos de mis hermanas y librándome de toda carga moral. María e Irene, diez años mayores que yo, eran mis dos hermanas gemelas, fruto de una relación anterior de mi madre cuya finalidad o resultado a día de hoy desconozco. Después de aquel día, ellas tomaron las riendas de la casa, se ocuparon del dinero que entraba y salía y tenían todo bajo su control. Mamá no volvió a ser la misma de antes, nunca volvió a llamarme para tomar la cena ni tampoco me volvió a leer un cuento posada al pie de la cama. Se pasaba las horas del día y de la noche con la mirada perdida frente al televisor, ausente de la realidad y de lo que la rodeaba, sin hablar de nada con nadie y recibiendo visitas periódicas de psicoanalistas y matasanos varios que retroalimentaban su delirio. Pero claro, yo ese tipo de detalles prefiero omitirlos, al fin y al cabo me hacía pasar en todo momento por un niño estúpido e inocente. Todo, como siempre, para librarme de cargar con cualquier culpa que fuese a causarme una molestia.
De este modo, mis dos queridísimas hermanas pasaron a ocuparse también de mi educación. A raíz del trágico suceso de aquel otoño, ninguna de las dos volvió a ser la misma tampoco. Siempre, y permítanme el paréntesis en la narración, habían sido un tanto estúpidas, muy caprichosas y competitivas la una con la otra. Sin embargo, parece que la enfermedad de nuestra señora madre las había unido, las había hecho conectar de un modo que yo nunca antes había visto. Se afiliaron a multitud de organizaciones de ideologías un tanto… Qué sé yo, califiquémoslas como “raras”. Y digo raras porque comenzaron a llenar la casa de propaganda, posters y demás que yo no era quien de entender. Me educaron bajo la premisa de que, como animal con testículos colgantes que soy, era una escoria, un rufián, un desecho y demás adjetivos calificativos que es mejor que se imaginen ustedes mismos. Era hasta cierto punto violenta aquella situación, ellas chillándome por tener pene mientras a mi madre se le caía un hilillo de saliva transparente por la barbilla viendo el recién estrenado programa de Jordi Hurtado.
Comencé a vivir en una situación de permanente esperpento en aquella vieja casa. María, la más radical dentro de la radicalidad de mis hermanas, ingresó en prisión cuando yo empezaba el Bachillerato. Debido a sus más que flirteos con la sádica pirotecnia, nuestra ciudad volvió a ejercer de protagonista en todos los medios nacionales y hasta en la BBC, una constante que se repitió durante varias semanas en los programas de tertulias políticas de los canales de pago. No volví a verla ni a saber de ella, pero el dinero generado por la multitud de entrevistas que me hicieron por aquel entonces, mostrándome como la pobre víctima familiar y maltratada por la terrorista, así como el poder independizarme al año siguiente con un buen fajo de billetes lejos de aquella casa, hizo valer la pena la condena de más de mil años de mi hermanita. Por su parte, Irene decidió irse con lo puesto a Latinoamérica, qué sé yo a dónde exactamente. Alguna que otra vez me escribió, creo que inclusive esperando respuesta, justificando y excusándose por aquella década en la que llegué a odiar cada centímetro cuadrado de mi entrepierna, que ya me dirán ustedes qué culpa tuvo. Siempre me responsabilizaron del estado de mamá, de sus babeos y su perpetua ausencia, así que no me iba a compadecer de ellas, al igual que ellas no se compadecieron de mí. Incapaz de ver a esa vieja e inválida señora como mi progenitora con el paso de los años, intenté moverme un poco esos meses de entrevistas, radios y focos para encontrar un sitio donde la cuidasen. Pero, como ya se habrán podido imaginar, la desazón que en mi persona provocaban los rechazos de distintos familiares y las elevadas facturas de los asilos me hicieron desfallecer en mis intenciones. Le dejé la televisión puesta y cerré tras de mí por última vez aquel portal de hierro. A veces me pregunto cuanto habrá podido sobrevivir la anciana, sola y sin que nadie esté velando por sus limitados intereses en aquel tugurio.
En poco más de un año todos mis problemas habían desaparecido por completo. Dejé los estudios en su tramo final para irme a vivir a la capital, a Madrid, a esa metrópolis que en mi ciudad tanto reverenciaba y envidiaba la muchedumbre. Y se preguntarán ustedes… ¿Qué haría un crío de dieciocho años, solo y con mucho, muchísimo dinero en los bolsillos en aquella urbe? Pues gastarlo. Gasté y gasté sin control. Bueno, en realidad sí, con el control suficiente como para que, en cuanto notase el mínimo resentimiento mi hondo bolsillo, pudiera inventarme una nueva fábula de mi ampliamente conocida hermana mayor. No sé, algo así como que me tocaba a menudo, que era una perturbada, que me hacía comer cosas un tanto pintorescas a la fuerza... Cualquier cosa valía, la prensa estaba sedienta de ese tipo de mentiras, frotándose las manos cuanto más morbosas fueran. Qué más me daba a mí. Tenía el dinero y podía gastarlo, eso era lo importante.
Así pasaron poco a poco los años más entretenidos de toda mi vida. Los primeros meses tras mi llegada a la capital fueron bastante turbulentos, despertándome más veces en la cama del hospital, conectado a un suero y oliendo a gasolina por la boca, que entre las sábanas de mi cama (si es que llegué a comprar sábanas, ahora mismo no estoy muy seguro de ello). No piensen que era un inconsciente, un niñato sin visión de futuro, uno de esos típicos hijos de famosos que son una bala perdida. Eso apenas duró las primeras semanas, créanme.
Estaba en el Wall Street del narcotráfico, del ancestral negocio de la distribución de sustancias censuradas por quienes más las consumen, de lo que a día de hoy más mueve al mundo. Yo no era el típico yonqui incapaz de sumar dos más dos, ni tampoco el camello más codiciado por la policía internacional. Estaba en ese perfecto término medio como para controlar a los más imbéciles de Vallecas y no hacerme notar a ojos de los más peligrosos, aquellos con grandes chalés adosados por la Sierra. Yo era ese medio, esa herramienta necesaria para que una transacción funcionase, para que todos recibiesen su correspondiente dosis de felicidad en polvo. De todos modos, uno no puede tener el control en sí mismo como sí lo tiene en el dinero, y, de repente y sin avisar, como si de un relámpago homicida se tratase, caí fulminado por un sentimiento cercano al amor.
Era una de las personas más bellas e inteligentes que había conocido nunca. Se antoja complicado describirla en términos prosaicos, pues su dulzura, la delicadeza con la que ejecutaba sus movimientos, la electricidad que desprendían sus miradas… Eran poesía, lírica personificada. Aun así su atractivo iba más, mucho más allá de los límites de la anatomía humana. Era su manera de ver el mundo, su interpretación de la realidad, su manera de proceder y actuar lo que más me enamoraron o que más me obsesionaron de ella desde el primer día que la vi. Sin embargo, la efervescente ansia con la que me ayudó estos últimos años, triplicando las ventas del negocio y extremando muchas de las precauciones que yo no tomaba; acabó con ella, con sus sueños y, en última instancia, conmigo también. Quién sabe qué fue, si una raya de más o una de menos, si la perturbadora mezcla de alcohol con algún medicamento para la depresión, o si simplemente estaba harta de todo y de todos. Nunca lo sabré porque nunca me molesté en saberlo, al igual que mi indecisión y mis temores infundados impidieron expresarle en todos esos meses lo que sentía por ella. No sé si fue arrepentimiento, rabia o vergüenza ajena lo que viví en el tanatorio durante el día de ayer. Prefiero concluir con que simplemente estoy “hasta los cojones”.
Tras una larga demora de más de media hora, por fin salió el tren. Quizás fuese el único pasajero con la mente en blanco cuando comenzó a recorrer las vías, dejando los cuatro rascacielos de la capital abandonados en el horizonte. Los paisajes se sucedían uno tras otro, la lluvia del ocaso otoñal golpeaba con furia contra la ventana y yo no era capaz de dormir. Para qué hacerlo, para qué cerrar los ojos perdiéndome las ondulaciones de las colinas y la bella monotonía de las llanuras, para qué soñar cuando mi mente sólo revive pesadillas. En esas dos horas de viaje, y tras llevar varios años sin hacerlo, volví a pensar en mamá y en mis hermanas.
A mi llegada el cielo había quedado huérfano de nubes y ya salía el sol. El olor a tierra mojada, las hojas caídas que inundaban la orilla, la armoniosa soledad de aquel lago en otoño. Toda mi niñez la había pasado allí, en ese triste puerto abandonado de agua dulce, refugiándome de mis compañeros de clase y de mis hermanas, del mundo y sus tribulaciones, de la triste moral e hipocresía que sin éxito intentaban infundirme personas que desconocía. Era libre al fin, había sobrevivido veintiocho años de mi vida y había pasado otros veintiocho sin vivir absolutamente nada. Muerto en vida como se suele decir, o, por el contrario, viviendo de un modo mucho más honesto que cualquiera de las personas que se autodenominaban felices.
Ahora ella ya no estaba y todo para mí se había acabado. Aquella muchacha realmente reinventó una esperanza que creí haber perdido a los siete años, aquello que me hacía pensar que eso que llamaban vida no era tan mal invento como parecía, aquello que veía caer al vacío, perdido entre los ojos inexpresivos de mi madre. Encendí el último cigarro del paquete bajo la sombra alargada del ciprés, y, mientras las colillas se vaciaban en el agua, mi mente no paraba de recrear todos y cada uno de los versos con los que aquella chica había decorado las paredes de nuestro apartamento de Gran Vía. Había una estrofa particular, de Pablo Neruda, su favorito, que se reproducía una, y otra, y otra vez en mi cabeza:
            Me gusta cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.
Cesé en mi empeño de volver a recordar su rostro una vez más. Entre los cipreses creí escuchar su voz susurrada por el viento, pero no llegué a entender lo que decía. De nuevo el cielo se pobló y parecía que iba a llegar una tormenta, aunque de vez en cuando el sol se dejaba ver por una tenue rendija, como animándome a seguir adelante, a no fallar, a no fracasar una vez más en mi tortuosa vida.
Llené los bolsillos de mi cazadora con las piedras grises más hermosas que encontré por la orilla. Recuerdo pasar largas horas buscando la atención de los peces que por aquellos días aún habitaban las calmadas aguas del lago, tirando una piedra tras otra, divirtiéndome y riendo a carcajadas cada vez que salía salpicado en mis intentos. Esta vez era diferente. Esas piedras que sustituyeron tantos años a los juguetes de los niños, que fueron incluso mis confidentes, mis amigas y mis compañeras, me acompañarían tras tantos años de mutuo y acordado abandono.
El cielo abrió sus faldas al atardecer, escupiendo colores rojizos, anaranjados y amarillos sobre el valle, y comprendí que no había que alargar más el instante. La gélida corriente estática del lago penetró cada poro de mi piel, haciéndome sentir arropado, seguro, como si de nuevo alguien abriese sus brazos para recibirme, para agradecer mi existencia, para prometerme que no tenía nada de lo que preocuparme. Me sentí aliviado. Quién sabe lo que pasaría después, cuando el pesado abrazo terminase de aplastarme bajo sus etéreas manos. 
Abrí los ojos resistiendo el ímpetu de gritar y miré al cielo, observando ese último rayo de luz rojiza que se posó sobre mi cuerpo, sobre mi rostro, y volví a recordarla. Volví a recordar a esa chica que llenó mis paredes de sus versos y mi armario de su ropa. Aquella persona que me quiso y me ayudó a no perderme. A no caerme. A no ahogarme.
Comprendí entonces que la vida no es sólo una lucha por sobrevivir. Que es también saber volver, y, sobretodo, saber coger el tren de ida oportuno. Aquella droga con la que no se podían hacer negocios había recorrido y poblado mi mente más rápido que ninguna otra. Sonreí. Estaba listo para vivir.